martes, 19 de marzo de 2013

Manuel Segarra nos envía el siguiente relato.

TETA Y MANDARINAS
Totalmente como pez fuera del agua. Totalmente. Con una incomodidad encima que resultaba más que evidente. ¿Qué coño estaba haciendo yo en ese sitio? ¿A qué había ido? Incomodidad, mucha incomodidad.
La sensación no dejaba de tener su lógica. A mí no se me había perdido nada en aquel gimnasio.
Gimnasio tiene algo que ver con desnudez. Creo que los griegos llamaban “gymnetes” a los que no tenían armadura o algo así. Vamos que era casi como si fuesen en pelotas a las batallas. Al parecer también llamaban así a una tribu de Iberia cuya característica principal era ir en pelota picada. Sana costumbre en verano, cierto, pero no tanto a partir de septiembre que empieza a rascar lo suyo. Y en el Valle del Ebro, ni te cuento.
Sea como sea, gimnasio, lo dijeran los griegos o no, tiene mucho que ver con desnudez. Y considerando que soy persona bastante pudorosa en ciertos aspectos, todavía estoy preguntándome qué cojones hacía allí.
Porque, las cosas como son, uno no es precisamente un Adonis. Estoy más cerca de un sudanés que de un sueco. Y siendo poco más que un esqueleto con piel… pues eso mismo.
María ya me había dicho que no tenía de qué preocuparme. Allí habría flacos, gordos, altos, bajos, mediopensionistas y cachas. Cachas de gimnasio, por supuesto, con sus tabletas en el torso y todo eso.
Personalmente, eso de estar cachas no me ha llamado nunca la atención. Ser guapo sí me hubiese gustado. Porque ser guapo tiene que ser la ostia. Ser guapo y ligar por la cara. Eso sí. Pero a estas alturas uno ya no puede aspirar a eso. Bueno, ni a estas alturas ni a las otras. Porque ser guapo, se es o no se es.
Pero me estoy desviando del asunto.
Decía que no me veía en aquel sitio. Eso de ponerme en pelotas, aunque fuese solo para cambiarme, no me hacía demasiada gracia.
Hace tiempo me puse en pelotas para planchar. Pero es que estaba en mi casa y hacía mucho calor, cosa bastante natural en verano. Mi casa, además, tiene la desagradable característica de ser un horno en verano y una nevera en invierno. No, no tengo aire acondicionado ni calefacción. Tengo ventilador y estufa. ¿Qué pasa?
Vamos a ver. Uno tiene ya sus años y sabe lo que es ponerse en porreta. Hice la mili. Si, vale, tengo más años que la Giralda. El caso es que en el cuartel, intimidad cero. Pero con veinte años eso se lleva bastante mejor.
Ya me estoy yendo otra vez.
No me veía yo empelotándome en aquel sitio, pero fui porque María me había invitado. Y tratándose de María la cosa cambiaba sustancialmente. Porque María estaba que se rompía de buena. Con esas premisas, fui a pesar de que sabía que no iba a estar a gusto.
María me hizo el regalo, pero no para que me machacase si no para disfrutar de la piscina, de los chorros de agua a presión, del yacuzzi y de la sauna.
Aquello pintaba mejor porque eso de chapotear sí que me gusta. De hecho hay quien asegura que me meto en todos los charcos.
Y me fui.
María estuvo un buen rato sudando dando saltos en compañía de otras cincuenta personas a las órdenes de un sujeto con micro que repetía constantemente “¡Vamos otra vez!”. Luego, a la piscina.
La verdad es que vernos juntos era, como mínimo, chocante. Yo, con un bañador que me sentaba igual que a Manuel Fraga en la playa de Palomares y que, además, hacía unas bolsas muy raras. Ella, con un biquini que le habría estado pequeño a la muñeca Nancy. Llamarlo pequeño es ser bastante generoso. Era, como máximo, mínimo. Y mira tú que me alegré de haber aceptado ir al gimnasio. Y me alegré también de las bolsas raras que hacía mi bañador porque así pasaba desapercibida… determinada acumulación sanguínea. Mejor no entro en materia aunque me atrevería a decir que no era yo el único que experimentó semejante circunstancia. No era para menos, ciertamente, porque aquel culo respingón y aquellas tetas lanzadas como los espolones de dos galeras… ¡uff!
A decir verdad, me alegré de haber ido, pero, visto lo visto, hubiese preferido un lugar algo más discreto. Porque lo del yacuzzi estaba bien, pero lo que de verdad me apetecía era… Está claro, ¿no? Por favor ¡Qué tetas!
Me di cuenta de que con el mismo aspecto que ella, más o menos, había docenas de mujeres cualquier verano en cualquier playa. Pero no es lo mismo. No sé por qué, pero no es lo mismo.
Nos tumbamos en unas plataformas que, supuestamente, servían para relajarnos mientras las burbujas de la piscina hacían su trabajo. Pero como estoy más delgado que un abisinio, los chorros me empujaban hacia todos lados. Tenía que agarrarme con fuerza, pero ni así.
Con todo, hubo un momento en el que pensé que aquello no estaba tan mal. Lo pensaba mientras daba tumbos de un lado a otro y mientras me percataba de que María estaba pasando por los mismos apuros que yo.
En realidad sus apuros eran mayores porque, además de sujetarse, tenía que estar pendiente de que la presión del agua no le hiciese alguna jugarreta con el biquini.
A partir de ese momento concentré todos mis esfuerzos mentales en que al menos una teta, la más cercana, terminase de escaparse de la poca tela que la cubría. El Universo tenía que conjugarse para que el puñetero biquini se fuese a hacer puñetas.
Por lo visto el Universo tenía cosas más importantes que hacer. O eso o María se había pegado el biquini. Porque ni mi mente, ni el Universo, ni la fuerza de los chorros parecían ser suficiente para que aquel trozo de tela, poco más que un sello, desapareciese de mi vista.
Desde mi punto de vista, un tanto peculiar, es cierto, aquello era antinatural, desafiaba a todas las reglas de la lógica. En consecuencia, y con grave riesgo de mi integridad física, solté de la plancha la mano que tenía más cerca de María. La izquierda por más señas. La derecha daba a la pared. Al instante me puse a dar tumbos arriba y abajo, a un lado y a otro, a tragar agua y a acordarme de la parentela más cercana del inventor de aquel martirio supuestamente relajante. Era arriesgado y peligroso, muy peligroso. Mi integridad física estaba en juego, pero no podía volverme atrás.
Me di cuenta entonces de que enfrente había un parroquiano con la mirada fija en mi acción. Él estaba de pie, sobre el chorro suave, con las burbujas acariciándole las pelotas mientras yo luchaba contra los pedos subacuáticos de una manada de elefantes. Evidentemente, también esperaba los efectos del Universo sobre las tetas de María. Se dio la vuelta cuando se percató de mi expresión a caballo entre el odio y la agonía. Posiblemente le hubiese gustado estar en mi lugar aunque en esos momentos estaba a esto de irme al fondo como el Titanic. No se lo reprocho, la verdad.
Pero, contra todo pronóstico, logré mantenerme a flote y en un alarde de habilidad, sorteando burbujas del tamaño de pelotas de baloncesto, mi mano alcanzó su meta. Llegó a la teta y se metió bajo la tela del biquini. Al instante siguiente me encogí esperando que llegase el correspondiente sopapo. Sin embargo, ella se limitó a mirarme con un puntito de reproche y a decirme que era muy malo.
De todos modos, aquello no duró mucho. A María le entró la neura de que podían vernos, neura justificada por otro lado porque cualquiera que se fijase un poco se daría cuenta de lo que tenía entre manos. En consecuencia, tuve que retirarme de aquella cima. Una lástima.
No duramos mucho más dentro del agua. Personalmente prefería continuar en algún lugar menos frecuentado.
Después de irnos cada uno a su vestuario, y de que yo me perdiese en los dos millones de pasillos que hay en ese gimnasio, hasta el punto de tener que pedir ayuda, María y yo nos encontramos en la cafetería. Ella tardó aún más que yo porque quería salir en perfecto estado de revista.
Mientras esperaba estuve pensando en lo que había sucedido esa tarde. Pasé por alto el albornoz de rayas, el suelo resbaladizo y el intento de cocinarme al vapor en una sauna. En resumen, solo pensé en el yacuzzi, en las burbujas y en la teta. En realidad pensaba en las dos tetas.
Para cuando ella salió, a pesar de que no tardó mucho, yo ya me había imaginado unas cuantas posibilidades.
Me sugirió que nos fuésemos. Claro que nos íbamos. Y mientras caminábamos sacó de su bolsa dos mandarinas y me las dio para que merendase.
Me comí las mandarinas mientras nuestros pies nos llevaban hasta su casa y mientras mi mente pensaba en comer otras cosas también redondas aunque bastante más grandes. Vale, de acuerdo, no es muy elegante, pero sí; una vez más, las esas de ahí arriba de María. Debe ser que soy tetoinómano.
A la puerta de su casa, con una sonrisa encantadora, me dio las gracias por acompañarla. Volvió a sonreír y me dijo que me llamaría antes de desaparecer.
No me vi la cara de tonto que debió quedárseme, pero seguro que era de manual. Me marché de allí todo lo deprisa que me permitía un cierto malestar inguinal que me había entrado de repente.
Y eso me devuelve a la pregunta inicial.
¿A qué había ido yo a ese sitio?
Estaba claro. A comerme las mandarinas de María.
Manuel V. Segarra. Enero 2013.

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