martes, 23 de enero de 2018

Piel metálica, de Irene Robles

Una nave espacial apareció en el sistema de Alquilia. Había salido a toda velocidad del Atajo de Loriahn, el agujero de gusano que conectaba esta zona del universo con el sistema de Senador, aunque cualquier espectador inexperto habría dicho que la nave había surgido de la nada. Otro punto luminoso en aquel cielo estrellado. Su destino era Alquilia, el planeta verde, el planeta de las islas. 

Sin embargo, la nave parecía un rompecabezas, un puzzle que alguien había intentado montar a la fuerza y sin las piezas necesarias. Un casco lleno de parches y cicatrices, al igual que la piel de la persona que pilotaba. Precisamente por ese motivo el aparato había hecho un esfuerzo superlativo para salir de su punto de origen y también para cruzar el agujero de gusano. 

Los motores empezaban a fallar, alguna pequeña pieza del casco se separaba del resto y amenazaba con desprenderse por completo, los cristales agrietados habían sido sometidos a demasiada presión. Aunque quedaban apenas unas horas para llegar, en esas condiciones Alquilia estaba todavía muy lejos. El piloto tuvo que cambiar de rumbo inmediatamente, hacia un lugar en el que pudiera intentar aterrizar en lugar de rezar por no estrellarse. 

Se desvió unos treinta y cinco grados de la dirección original, su nuevo destino era Alcalia, la luna de Alquilia. Las siguientes horas se le hicieron eternas, había sentido el paso de cada uno de los segundos, de los minutos, apretando los dientes como si ese esfuerzo se extendiera a su nave y fuera a conseguir que aguantara de una pieza un segundo más. Deseó con todas sus fuerzas llegar sano y salvo a tierra, y aunque nunca había sabido rezar ni tampoco a qué dios dirigirse, optó por fantasear con un ente imaginario, quizá real o quizá ficticio, ni humano ni humanoide, quizá tampoco robot. Una personalidad superior que por alguna razón desconocida pero poderosa pudiera controlar y decidir su destino. 

Sus deseos no se hicieron realidad y su fe no debió de ser lo suficientemente fuerte y pura. Al atravesar la atmósfera de la luna perdió por completo el control de la nave. La mayor parte de la superficie era verde, selva salvaje, posiblemente el mejor lugar para caer sin sufrir grandes daños.  ¿En serio? Se aferró al cinturón de seguridad y cerró los ojos con fuerza, intentando creer que si no veía nada tampoco le afectaría el golpe, que no sentiría nada. Qué iluso, pensó para sus adentros. 

Aquel no era el lugar que había esperado, no era el lugar que había ocupado sus pensamientos desde el inicio de su viaje. Pero había conseguido escapar. Si sobrevivía al golpe… Bueno, ya pensaría en eso después. Primero tendría que sobrevivir. 

Prólogo de Piel metálica, de Irene Robles

domingo, 21 de enero de 2018

Impenitente, de Mari Carmen S. Vilella

Llueve. Fuera llueve. Escucho las gotas caer. No es sólo una. Una no hace ruido. Son muchas las que golpean el suelo con furia. Pero no sólo llueve fuera. Mi ropa, mi piel y hasta mis huesos están calados. No es precisamente agua lo que ahoga mi corazón. O tal vez sí, mezclada con sal y amargura.

Me desnudo. Me descubro e intento secarme. Me desgrano poco a poco. Pero el frío sigue, no se marcha. Persiste como persiste el recuerdo de aquella vida patentada, con pocas luchas y menos guerras. Con corazón como timón de un barco que, cansado de navegar por aguas mansas, cae a la deriva. 

Ya no pretendo esa vida. Vida de un solo corazón, de amor ciego. No, ciego no. El amor ciego nace del alma. Ese amor era hipermétrope. Veía en la lejanía,  pero no se daba cuenta de lo que frente a sí pasaba cada día. Un amor desmejorado, que callaba, blandiendo una espada que no hacía herida, pero que al final mataba.

Impermeabilicé mi corazón, metiéndolo entre plásticos que lo protegieran de las tormentas. Sí, aprendí a zafarme de las tormentas. Pero fue la propia humedad que lo acogía, la que lo hizo putrefacto.

Amor corrompido, impío, carente de entrañas.

Un amor que no sólo muere, sino que también mata.

Mari Carmen S. Vilella