domingo, 11 de noviembre de 2018

Despertar, de José Salieto

Al principio fue como una implosión silenciosa. Como si se tratara de un potentísimo imán, todas las cosas orgánicas en un radio de casi quinientos kilómetros fueron absorbidas en apenas un segundo. Otro segundo más y se produjo la explosión. Una explosión igualmente silenciosa, como una onda sonora muda, o al menos con una frecuencia fuera del rango auditivo humano. Igual que el estallido que produce un avión cuando rebasa la velocidad del sonido, pero absolutamente silenciosa. Una onda energética potente y destructiva que convertía en polvo toda forma orgánica que tocaba a su paso, mientras se extendía en todas direcciones. ¿Por qué solo lo orgánico? Nunca se sabría.

Cuando alcanzó el radio de unos mil kilómetros comenzó a perder fuerza. Las montañas ofrecían una especie de escudo protector, una barrera que restaba potencia a la destructora onda, que comenzó a fraccionarse, rebotar y redireccionarse en todos los sentidos, hacia todas partes. Pero sin detenerse. En menos de diez minutos, había alcanzado un radio de tres mil kilómetros y desde entonces su velocidad se fue reduciendo. Pero seguía sin detenerse.
Su voracidad también disminuyó. Los organismos vivos, plantas, insectos, animales, personas, sintieron sus efectos, su fuerza atravesándolos, y tuvieron varios minutos para aterrorizarse antes de que sus cuerpos se resecaran, se acartonaran y finalmente se descompusieran en polvo. Pero aunque perdiera intensidad destructora, seguía sin detenerse.

Cinco minutos más y casi había alcanzado los cinco mil kilómetros. Seguía perdiendo fuerza y seguía cuarteándose y diseminándose en todas direcciones, pero no se detenía. Muchas zonas habían quedado aisladas de los efectos devastadores que producía, a medida que se expandía más y más fragmentadamente. Su potencia disminuía y su velocidad decrecía, pero no se detenía. En menos de dos horas, toda la esfera terrestre había sido barrida por aquella fuerza descomunal. A excepción de aquellas zonas que tuvieron la suerte de quedar aisladas debido al fraccionamiento que tuvo la onda con cada nuevo sistema montañoso con el que tropezaba. Incluso el mar ofreció algo de resistencia, limitándose a evaporarse en cantidades masivas que, horas más tarde, comenzó a precipitarse en forma de furiosas tormentas atestadas de numerosas descargas eléctricas.
Cuanto más lejos del epicentro, menores fueron los efectos. Incluso muchas zonas parecían haber quedado a salvo, a pesar de haber sentido su paso como un fuerte impacto en los débiles cuerpos de los seres vivos de todo tipo.

Únicamente aquellos que tuvieron la suerte de estar en las zonas que quedaron aisladas, no se enteraron de lo que había pasado, salvo que todas las fuentes de energía habían dejado de funcionar. Por eso, en muchos lugares, la gente tardó días en descubrir el desastre. Y semanas en conocer su alcance. Y en algunas partes asistieron horrorizados al efecto desintegrador que los devoraba, aunque en este caso con mucha mayor lentitud, durante horas o días, debido a la debilidad efectiva de la onda.

Al cabo de unos días, no había manera de saber de todos los supervivientes, quién había estado expuesto a la explosión y le esperaba un final terrorífico, y quién no. Y el temor a no saber qué alimentos podían estar afectados y por tanto, susceptibles de provocar los mismos efectos en quien los consumiera, hacía que muchos prefirieran el ayuno. El caos, el terror y el desconcierto, llevó a muchos a la locura y al suicidio. El apocalipsis.

Y eso no fue todo.

Como surgidos de la nada, comenzaron a aparecer todo tipo de criaturas extrañas, como salidas de la mente de los fabulistas y escritores fantásticos.