EL
TIRO POR LA CULATA
Sonó el
timbre de la puerta con insistencia. Juanito se despertó con la cabeza pesada y
una bruma de somnolencia que le impedía ver con claridad. Pese a que escuchaba
el timbre en la lejanía, se incorporó en la silla sin pensar de donde venía la
llamada. Años de sueño ligero, de estar siempre alerta a cualquier aviso y de
reaccionar con presteza, le hicieron comprobar el lugar donde se encontraba. Un
salón decorado con estilo oriental. Muebles bajos y amplios espacios, daban
cabida a un televisor, un ordenador y un montón de revistas apiladas en la
parte baja de la estantería. Desde luego ya no era el de antes cuando con una
ligera alerta podía estar preparado en cuestión de segundos. Ahora la
inactividad junto la destructiva combinación de alcohol y pastillas, lo
sumergían en un letargo del que no salía con facilidad. Volvió a oír el timbre
en la lejanía y reconoció su casa, su salón, su pasillo y su puerta, a la que
alguien estaba llamando.
Se
levantó de la silla para ir a abrir, pero sus piernas no respondieron, yéndose
de bruces al suelo cuan largo era. Todavía no se había acostumbrado a la
parálisis y con dificultad volvió a encaramarse a la silla de ruedas. Con un
par de empujones rodó hasta la puerta y abrió. Sin mirar siquiera, se giró y
volvió al salón.
-Pase
Matilda ¿se ha vuelto a olvidar la llave? -dijo Juanito cuando oyó la puerta
cerrarse a lo lejos-. Es usted tan despistada como Jaime, que si no se hubiera
equivocado de camino estaría aquí conmigo.
-¿Qué
busca...? -dijo mientras oía lo que parecían cajones al ser revueltos.
Para su
sorpresa, en vez de encontrar a la asistenta ordenando la casa, encontró a dos
tipos que buscaban con ansia por todos lados.
-¿Quién
coño sois y qué hacéis en mi casa?
-Calla
¿Dónde tienes la pasta? -le llegaron los gritos amortiguados de uno que parecía
más nervioso.
-¿Buscáis
dinero? -preguntó en voz alta.
Era una
pregunta retórica pues estaban claras las intenciones de los ladrones. El otro
ladrón lo miró con una sonrisa estúpida de boca mellada, y con un gesto de la
mano le indicó que buscaban dinero.
-Pues
en la mesita, pareja de gilipollas -contestó Juanito de malos modos.
-Serás
un tullido sordo, pero tienes la boca muy grande -le dijo el nervioso mientras
se dirigía hacía él con malas intenciones.
-Déjalo
coño; no ves que no puede hacer nada -dijo el otro ladrón entre silbidos por la
falta de dientes.
El
ladrón, cada vez más nervioso, se acercó y gritó a Juanito a dos palmos de su
cara, pero la sordera solamente le permitía escuchar un galimatías de sonidos
distorsionados. Su compañero intentó apartarlo a tirones, pero la ausencia de
miedo de Juanito todavía lo cabreó más.
-No,
mierda. Éste está muy tranquilo -dijo desembarazándose de su compañero- tiene
algo más guardado en algún sitio.
-Cuando
estás en un desierto de piedras, lejos de cualquier pueblo civilizado aprendes
a convivir con los problemas, aunque Jaime pronto se alteraba.
-Coge
la pasta y vámonos. Todavía aparecerá la asistenta o el Jaime ése y la
joderemos.
-La
asistenta está controlada y todavía tardará pero ¿ése Jaime es tu compañero de
piso? ¿Eres marica o algo así? -interrogó el nervioso a Juanito, entre burlas.
El
desdentado se fijó que Juanito miraba una foto donde posaba junto a otro hombre
delante de un todo-terreno en un paisaje árido.
-¡Eh
este debe ser el Jaime ése! -llamó a su compañero, que tras mirar la foto sacó
sus propias conclusiones.
-Anda,
¿qué sois de una "oenegé sin fronteras"?
-¿Oenegé?
-respondió con una mueca de sarcasmo-. Sí claro, trabajabamos en zonas de conflicto,
nada peligroso, meros intermediarios. Yo quería dejarlo pero Jaime quiso hacer
un último trabajo, siempre hay un último trabajo que la caga.
Juanito
miró directamente al ladrón nervioso y le vino una de esas ideas que te surgen
en los momentos de tensión.
-¿Es
vuestro último trabajo? -y sin esperar respuesta, él mismo se contestó- pues la
habéis cagado.
Un
golpe le giró la cara.
-¡Qué
me digas dónde lo guardas!
Juanito
lo miró serio mientras se limpiaba un hilillo de sangre del labio.
-Vale,
vale, tío duro -respondió sin abandonar el sarcasmo- En la caja fuerte.
-Tío,
este está "zumbao". No me gusta ¡vámonos! -dijo el desdentado.
-No
está loco. Este va de listo, pero más le vale que esté el dinero en la caja
porque si no lo va a pasar mal.
-No llegamos
a cobrar el dinero. Aquel desierto era muy peligroso. En cualquier momento
podían aparecer interesados en lo ajeno y aparecieron en una ranchera
destartalada. Propuse darles la mercancía y olvidarnos del asunto. Era una
sustancia experimental demasiado peligrosa en manos inexpertas y aquellos no
sabían muy bien que se iban a llevar. Pero Jaime quería sacarle más y el jefe
local podía pagar mejor que aquellos mierdecillas. Esa fue su perdición igual
que ahí está la vuestra -dijo señalando la caja fuerte-. Vosotros también sois
unos mierdecillas que no pueden controlar algo demasiado grande para ellos.
El
ladrón sacó de la caja fuerte una pistola desmontada y un puñado de balas.
-¿Con
esto querías defenderte? No nací ayer. Yo también se usar una pistola.
Colocó
las piezas en la mesa, con habilidad la montó y cargó las balas.
-Jaime se
creía más listo. Sabía que no la tenía que cargar, apuntar a los de la ranchera
y sobre todo no disparar –dijo Juanito, que continuó aconsejando al ladrón-. Tú
no lo sabes y por eso te digo que la dejes donde estaba o...
-¿O si
no qué? –interrumpió el ladrón que balanceaba la pistola-. Si no te has fijado
la “pipa” la tengo yo y sé usarla.
-Pero
¿qué haces? ¿Se te ha ido la olla? –dijo el otro ladrón, que con el miedo
silbaba más de lo normal.
-Voy a
demostrarle al tullido este porque me tiene que tener miedo.
Juanito
sonrió y se acomodó en la silla. Dudó si el que lo apuntaba sería capaz de
disparar o solamente pretendía amenazarlo. Recordó que su amigo no pretendía
disparar. Su idea era asustar a los de la ranchera, pero no contó con que
aquella gente está acostumbrada a que los amenacen, a que los apunten e incluso
a que les disparen y aun así vivir para contarlo.
-La
diferencia entre tú y Jaime es que él sabía que cuando apuntas a alguien es
porque pretendes disparar y si no es así, o guardas el arma o estás muerto. En
tu caso es peor. O dejas el arma y huyes como las ratas o...
-¡Qué
te calles! –gritó el ladrón mientras apretaba el gatillo.
Un
breve pero intenso estampido resonó en las cabezas de los presentes, dando paso
a un agudo pitido que les perforaba el cerebro como una aguja. La deflagración
había reventado el arma provocando la explosión del resto de balas cargadas con
el explosivo experimental. Con los restos del arma todavía entre sus manos, el
ladrón cayó de espaldas golpeando el suelo con lo que le quedaba de cabeza
reventada. El otro ladrón no había recibido daño directo pero gritaba por el
susto y el dolor de oídos. Cuanto más gritaba más le perforaba el pitido,
aumentando el dolor, hasta caer al suelo sujetándose la cabeza.
El
desdentado se incorporó al cabo de un rato. Un hilillo de sangre resbalaba
desde sus orejas hasta caer por la barbilla. El agudo pitido había dado paso a
un zumbido que se negaba a mitigarse. Miró a su compañero yacido en el suelo
entre restos de cráneo bañado en sangre. Desvió la mirada hasta la silla de
ruedas donde Juanito le decía algo que el zumbido le impedía oír. Prestó
atención para, ahora sí, escuchar en la lejanía:
-Yo
también perdí a un compañero que eligió entre ambición y prudencia. Eligió la
perdición para él y para mí –reflexionaba Juanito mientras palmeaba la silla.
Autor: Gregorio Sánchez. Octubre 2011.
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