Llueve. Fuera llueve. Escucho las gotas caer. No es sólo una. Una no hace ruido. Son muchas las que golpean el suelo con furia. Pero no sólo llueve fuera. Mi ropa, mi piel y hasta mis huesos están calados. No es precisamente agua lo que ahoga mi corazón. O tal vez sí, mezclada con sal y amargura.
Me desnudo. Me descubro e intento secarme. Me desgrano poco a poco. Pero el frío sigue, no se marcha. Persiste como persiste el recuerdo de aquella vida patentada, con pocas luchas y menos guerras. Con corazón como timón de un barco que, cansado de navegar por aguas mansas, cae a la deriva.
Ya no pretendo esa vida. Vida de un solo corazón, de amor ciego. No, ciego no. El amor ciego nace del alma. Ese amor era hipermétrope. Veía en la lejanía, pero no se daba cuenta de lo que frente a sí pasaba cada día. Un amor desmejorado, que callaba, blandiendo una espada que no hacía herida, pero que al final mataba.
Impermeabilicé mi corazón, metiéndolo entre plásticos que lo protegieran de las tormentas. Sí, aprendí a zafarme de las tormentas. Pero fue la propia humedad que lo acogía, la que lo hizo putrefacto.
Amor corrompido, impío, carente de entrañas.
Un amor que no sólo muere, sino que también mata.
Mari Carmen S. Vilella
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