Después de casi un mes ingresado, el mismo guardia de acento andaluz que lo había
acompañado el primer día de su llegada a la cárcel, también lo dirigió desde la enfermería
hasta el refugio.
—Bueno, Robles, ¿qué es lo que pasó en el comedor? ¿Quiénes han sido? —Le
interrogó con desganado interés.
Carlos tragó saliva amarga, cuando a su mente acudió la
imagen del tipo nervudo con los brazos tatuados arrastrando el dedo por su cuello con la
advertencia de rebanarle la garganta si se iba de la lengua. No podía hablar, estaba seguro de
que lo degollarían, esa gente no se andaba con chiquitas. Bastante era el precio que había
pagado en aquella pelea con haber perdido un ojo. Carraspeó.
—Res… resbalé—. Algo de la
bandeja cayó al suelo y no me di cuenta, lo pisé y… resbalé.
El guardia puso los ojos en blanco.
—Muy
bien, de todas maneras estarás unos días en el refugio…
bien, de todas maneras estarás unos días en el refugio…
Fragmento de Techo de nubes rojas, de Mareta Lozano
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