Vamos a conocer a otro escritor ilicitano. Se llama Rafael Bernabé Carrión. Ilicitano, aunque afincado en Santa Pola, de 39 años. Es arquitecto técnico, y lo de la escritura le viene desde hace poco tiempo.
Comenzó hace unos 3 años por una amiga que lo incitó a que dejara salir su vena literaria, que dicha amiga presentía en Rafael. A partir de ese momento, nuestro autor ilicitano, se dió cuenta de que podía ir creando personajes, historias, jugar con ellos... y tanteando y probando ha conseguido escribir 16 relatos cortos que pronto verán la luz en formato de libro. Dicho libro se llama “En el tren. Encuentros y desencuentros” es un conjunto de 16 relatos cortos en donde las reacciones de los personajes ante determinadas situaciones son las protagonistas de las historias.
En los vagones de un tren de largo
recorrido, o corto, tanto da, viajan familias, madres solteras, solteros de
inconsciente paternidad o muchachas ávidas de nuevas experiencias. Cada
personaje o grupo de personajes protagoniza cada uno de los relatos que de
manera independiente se suceden. No obstante, en algunos casos, los
protagonistas de una historia son personajes secundarios de otra, quedando así
entrelazados los relatos: de alguna forma, y aun a pesar de la independencia,
ello le confiere un cierto halo de “obra coral”.
Algunos personajes viajan
plácidamente, o eso aparentan exteriormente, mostrando para sus adentros los
miedos o preocupaciones; inquietudes que les hacen removerse en los asientos,
aunque sin perder la compostura…en la mayor parte de los casos.
Resulta por ejemplo chocante la
idílica estampa familiar de unos padres viajando con sus hijos, deshechos en
sonrisas de aparente felicidad. En ese relato, se irá desgranando la cruda realidad
que rodea al matrimonio, dejando en entredicho la felicidad que se regalan. En
otro, un educado señor, moralmente correcto y escrupulosamente religioso,
sucumbe al oscuro pecado de la carne, para su desconcierto y sorpresa…
Hay relatos también, y a ellos alude
el título, en los que puede resultar interesante observar cómo las personas
reaccionamos (más de un lector pueda verse reflejado en alguna de las
situaciones que este desconcertante tren y sus viajeros depara) ante el
encuentro inesperado o la situación estrambótica. ¿Cómo reaccionaríamos si un
mago nos hiciera desaparecer de nuestro asiento? ¿Asistiríamos impasibles a la
esperpéntica situación de ver a una madre borracha llorando por un ex que le
quita a su hijo? O ante la muerte ajena… ¿Estaríamos dispuestos a asumirla con
total calma y decoro si nos sorprende en nuestro viaje?
Sería interesante comparar nuestras
reacciones con las de estos personajes, víctimas de ellos mismos y de las
situaciones que provocan. Tenemos 16 relatos; suficientes para viajar por toda
una gama de encuentros… y desencuentros.
Para ir abriendo boca, Rafael Bernabé, nos ofrece un interesante adelanto con un relato llamado "La Familia Feliz". Esperamos que os guste, y os informaremos en cuanto esté publicado el libro.
LA FAMILIA FELIZ
Sentado entre su suegra, sus hijos y
su mujer, viajaba Ernesto en el tren, bajo tres pesadas maletas y frente a un
destino poco, casi nada, apetecible. Con todos esos compañeros de viaje
reflexionó y decidió que lo mejor sería ausentar su mente ya que muy a su
pesar, su cuerpo debía permanecer presente. Recapacitó, recopiló su pasado
reciente, también el lejano, y no pudo evitar que un triste amargor empezara a
invadirlo. Un montón de sueños sin cumplir, un físico venido a menos (aunque
nunca había sido mucho más) y una familia que… bueno, era la que era, la que él
había elegido y con la que un día –ya borroso –se había sentido a gusto. Y
contra la lenta pesadez con que la sucesión de ideas se paseaba en su cabeza,
el exterior, veloz, parecía sugerirle premura en la aflicción.
Mientras
su mente divagaba, Ernesto, avezado ya en el manejo de las apariencias, accionó
su particular piloto automático. Una estúpida sonrisa se le dibujó en la cara.
Con ella respondería a cualquier comentario de la suegra, por muy absurdo e
inconveniente que fuera, y a las ñoñas y desustanciadas apreciaciones de sus
melifluos hijos.
Soportaba con desidia lo aburrido y mundano de su vida, en la que su
propia existencia le era a veces tediosa. Tras pequeños detalles y bajo
palabras discretas y biensonantes, con acierto y oficio, se había acostumbrado
a la felicidad fingida. Tan convincente era que incluso, a veces, él mismo se
había llegado a creer su propia mentira. Pero solo a veces. La mayor parte del
tiempo era plenamente consciente del engaño. No era feliz con su familia. La
quería, daría lo que fuera por todos y cada uno de ellos, se esforzaba al
máximo por mantenerles en un cierto nivel de vida, trataba de compartir
satisfacciones y alegrías, pero… Pero efectivamente, llegó a la filosófica
conclusión de que el hecho de querer a alguien no implica que se sea feliz
junto a ese alguien, llámese esposa, hijos o suegra.
No había sido consciente hasta
hacía relativamente poco del hastío con el que empachaba día tras día su vida.
Siempre había pensado que así debía de ser el tener una familia, esto es,
responsabilidad, preocupaciones, sinsabores… Pero Ernesto, lo que tenía era,
además de lo anterior, un plus de sobrecarga: una mujer, felicísima, a la que
soportar. No solo a ella, también sus cambios de humor y sus insufribles
conversaciones acerca de cualquier insustancial tema. Y todo ello con el mérito
añadido de aparentar que además de interesarle, le preocupaba. Con sus ojos
fijos en los de Marisa, arrugando el entrecejo fingiendo concentración, daba
por satisfecha el ansia de la mujer de sentirse escuchada y de creerse
poseedora de importantes argumentos acerca de cualquier cosa. ¡Ay! Si esta
hubiera sabido que cuando le hablaba, Ernesto se tele-transportaba a un mundo
interior al que Marisa no tenía ni la más remota idea de cómo se accedía…
No era un mal padre, ni un mal
marido. Se esforzaba por cumplir con sus deberes familiares. No tenía un sueldo
excesivo, pero hacía virguerías por estirarlo y parecer incluso ser de una
posición social que no era la que le correspondía. Cumplía religiosamente con
sus compromisos sexuales –aunque la mayoría de las veces le hubiera apetecido
excusarse con un “me duele la cabeza” –y notaba en la sonrisa de Marisa el
agradecimiento por esos momentos, breves, de
placer conyugal. A sus hijos, aunque para él remilgados y empapados de
infantilismos poco acordes a la edad que ya tenían, los quería. Se había
afanado en educarlos de la mejor manera que se lo ocurrió. Y esta no fue ni más
ni menos que basarse en sí mismo como modelo, tenerse como fuente de
inspiración para intentar que aquellos niños se asemejaran a él, a la natural
normalidad. Aunque al parecer tanta normal naturalidad no es recomendable, a
tenor de lo que en sus empalagosos y a veces insufribles hijos veía reflejado.
¡Qué harto estaba ya! Qué cansado era ofrecer un aspecto exterior tan
distante del interior. Ernesto se sentía culpable. Notaba que su familia lo
quería, que eran felices a su lado y que respetaban su posición de padre de
familia. Mientras, él se sentía incómodo rodeado de tanta filigrana familiar.
Una mujer sonriente y feliz a todas horas, complaciente; una suegra habladora
pero bienintencionada, y sonriente; y unos niños que aunque sosos y relamidos,
eran también educados y cariñosos, y por supuesto, también sonreían.
Siempre.
Remando en un río a
contracorriente se encontraba la mente de Ernesto, cuando de repente, se abrió
la puerta del vagón. Su mujer, sentada frente a él, sus hijos sentados en el
suelo y su suegra volviendo del paisaje, giraron sus caras, siempre sonrientes,
hacia la puerta. En ella vieron a una anciana bajita de ojos azules que los
contemplaba en silencio, interrogándolos con la mirada. Pero ni Ernesto ni su
familia supieron descifrar lo que la mirada de aquella mujer trataba de
decirles. Nadie dijo nada. Ni la anciana, anclada al marco de la puerta, ni la
familia sonriente que la observaba. Tras unos segundos, que a todos les
parecieron eternos pero que nadie quiso exteriorizar, la anciana, con la mirada
perdida, cerró la puerta del vagón. Ernesto, Marisa, su suegra y los niños
volvieron a sus cosas. Ernesto a su análisis introspectivo, su suegra a la
plácida modorra, los niños a la lectura y Marisa... pues Marisa, relajada,
también estaba empezando a acariciar su yo más profundo. El suave traqueteo del
tren y el silencio familiar invitaba a dejarse llevar. Y bien que lo hizo.
Le dio por pensar en todo lo que haría al llegar a su destino. Desharía
su maleta, saldría a la terraza del hotel con un Dry Martini en la mano y un
cigarro en la otra, programaría su tarde cultural por la ciudad, iría a los
cafés más cool del centro (con mesas
exteriores en donde poder pegarse buenas fumadas rajando al mismo tiempo a los
transeúntes); y tras una buena sesión de compras, por la noche, se arreglaría.
Vestido ajustado, escote de infarto, maquillada como una puerta… Pero algo
chirrió de repente en su cabeza. ¡Su familia! ¡Joder! Se había relajado tanto
en su ensoñación que se había olvidado de que no viajaba sola. Por un instante
perdió la sonrisa de la cara, pero rápidamente se recompuso. Menos mal. Nadie
se había dado cuenta.
Marisa, ya menos relajada, pero decidida a dialogar consigo misma, se
dejó guiar por sus pensamientos, ahora ya, plenamente consciente y totalmente
despierta. Qué harta estaba Marisa de aquel marido que le había tocado en
suerte. Cuán insoportable se le hacía a veces el tener que ver constantemente
una sonrisa bobalicona, fiel reflejo de un espíritu insulso, de un hombre poco
hombre para ella. Cuántas noches hubiera apagado la luz mientras le
proporcionaba placer para no tener que ver esa estúpida cara de Ernesto,
afectado de un amor que ella no compartía. Y aún así, aún a pesar de la
indiferencia que sentía hacia él, tenía que sonreír, tenía que alimentar la
hombría de aquel pusilánime que la adoraba.
Sí, Marisa era plenamente
consciente de que lo era todo para su marido. Notaba a Ernesto feliz a su lado,
agradecido por haberle hecho padre de dos criaturas maravillosas, de las que se
sentía orgullosísimo de lo listos y espabilados que eran (lo que Marisa
matizaba, ya que para ella sus hijos eran repipis, y sabiondos y redichos a
partes iguales). Babeaba de amor cuando ella abría la boca, mirándola
fijamente, concentrado en sus palabras por frías e insustanciales que estas
fueran. ¡Ay! Si Ernesto hubiera sabido que Marisa, cuando le hablaba, era para
disimular y esconder su propio hastío, y evitar que un silencio incómodo
pudiera haberla delatado…
Le había costado reconocer la monotonía de su vida, la infelicidad que le
proporcionaba una rutina familiar tediosa. Y cuando se había dado cuenta, ya
era tarde para hacer marcha atrás. Por eso, sabiendo como sabía que Ernesto era
plenamente feliz en aquel matrimonio, decidió disimular, sonreír más que nunca
y demostrar al mundo entero que su familia era modélica y ejemplar como la que
más. Tanto se había esforzado que, a veces, se había llegado a identificar con
el papel de esposa dichosa. Aunque bien es cierto que no le hubiera importado darle
su papel a otra cuando se acostaba con Ernesto por las noches. Ella era toda
una mujer, de los pies a la cabeza. Si se lo hubiera propuesto, hubiera podido
conquistar al hombre que hubiera querido, a uno que la hubiera hecho sentir
mujer, amante y esposa en una sola. Pero nunca había sido una mujer con suerte.
Marisa sentía lástima por Ernesto y se daba cuenta de no estar a la
altura del amor que su marido le ofrecía. Precisamente la compasión había sido
una de las razones que la había llevado a inventarse un rol de esposa feliz y
satisfecha. Así, Marisa montaba su particular teatrillo cada mañana al
despertar con la “sana” intención de mantener a su marido en la mentira. Porque
a diferencia de la culpabilidad con que Ernesto se flagelaba, ella, lo que sentía
correr por sus venas era una magnanimidad incuestionable.
El tren ralentizó su marcha. Se aproximaba a una parada. El paisaje
empezaba a oscurecer, aunque aún eran perfectamente visibles los contornos de
las casas, los coches, los caminos y los lejanos montes. Cada cosa con su
color, ocupando su lugar en la escena, y que aunque visto desde dentro, y con
un grueso cristal de por medio, no dejaba de ser prácticamente igual a lo que
se pudiera haber observado desde fuera. Pero eso era una estampa desde el tren,
un bodegón inerte de ventanilla. Una familia es otra cosa. Contradiciendo a
Tolstoi, podría decirse que no todas las familias felices se parecen. Unas lo
son y otras, simplemente, se conforman con parecerlo.
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